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sábado, 16 de junio de 2012

Telequinesis vs la ciudad

El título original de Poder sin límites (EUA| Sudáfrica, 2012), de Josh Trank, “Chronicle”, alude a la constante grabación en video digital, la crónica diaria que Andrew (Dane DeHaan) registra con su cámara. Débil, solitario y retraído, el joven estudiante de preparatoria es la víctima de sus abusivos compañeros y sólo tiene amistad con su primo Matt (Alex Russell).
En la tónica del falso documental que popularizó la cinta de terror El proyecto de la bruja de Blair (1999), Andrew es un camarógrafo obsesivo y el resultado de sus grabaciones es precisamente la película que vemos, lo que se conoce como metraje encontrado y que ha dado lugar a tantas películas, como Cloverfield: Monstruo y Actividad paranormal.
Una noche, Dane, Matt y otro compañero de escuela, Steve (Michael B. Jordan), descubren un cráter en medio del bosque y se aventuran en él. Con astucia, el guión de Max Landis evita dar demasiadas explicaciones acerca de lo que ocurre dentro. Hablamos aquí de ciencia ficción porque en ese momento tiene lugar un fenómeno que se escapa a las categorías de la ciencia, una adulteración que sin embargo es susceptible de ser clasificada porque reclama su lugar en el mundo, lo que no pasa con las películas de posesión satánica, El exorcista y derivados, como El Rito (que no por ello dejan de filmarse, como lo prueba el estreno reciente de Con el diablo en el cuerpo). Lo cierto es que los jóvenes obtienen un nuevo poder, la telequinesis, como Jean Grey, la integrante de los Hombres X.  
La historia, no obstante su filiación (la película de superhéroes), se ciñe a un criterio muy estricto al momento de dotar de poderes a sus personajes, quienes por momentos más bien parecen jóvenes enfermos, con repentinas hemorragias. ¿Gracia o contagio? En otras películas del género, como El Hombre Araña (2002) de Raimi, se insiste en que “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. Sin concesiones, en Poder sin límites se lleva lo anterior hasta sus extremos, sobre todo en las escenas finales que, desde luego, corresponden a una batalla.
El acierto de Poder sin límites es ubicar a estos jóvenes en un contexto cotidiano, el Seattle actual, con una preparatoria norteamericana que no se distingue en nada de aquella que ha popularizado el cine de Hollywood: porristas, bravucones, fiestas salvajes, algún joven con inquietudes políticas y liderazgo.
Como en El protegido (Unbreakable, 2000), de M. Night Shyamalan, hay un superhéroe y por lo tanto tiene que haber un poderoso villano. El guión es consecuente con la personalidad maltrecha de uno de los personajes y una vez comprobada su marginalidad no hay dudas parar asumir su lado más delirante, como queda claro en la escena con la araña.
Así, la cuestión aquí es la forma en la cual la ciudad se enfrenta con aquello que le resulta extraño. No es casual que en una escena el lugar ideal sea presentado como una villa remota, espiritual, “pacífica”, se dice en un momento. Algo más en la línea de la peregrinación que de la ciudadanía. En cambio la organización de la ciudad, con todo y sus anomalías (como el “bullying” y la violencia doméstica), es representada como un sitio en ebullición. No es casual que una de las primeras víctimas sea alguien que se asume como político, porque al final la telequinesis es, desde luego, una amenaza contra la polis. Hay que apuntar ciertas referencias filosóficas acerca de la voluntad, como se explica en uno de los diálogos. Otra cosa es que ciertos héroes de cómic, como el Batman de Nolan, en efecto hagan política y sean capaces de asumir que el pueblo los considere criminales.
Hay cuestiones técnicas que quedan resueltas, curiosamente, gracias al poder de los personajes, que aquí no significa una desventaja en ese sentido. Los jóvenes pueden mover objetos a su antojo, así que no hay problema al momento de emplazar la cámara desde cualquier ángulo, lo que se combina en otros momentos con imágenes de noticieros y videos de aficionados. Con un presupuesto relativamente bajo y sin grandes estrellas, hay que destacar la actuación de Dane DeHaan como el adolescente central.

domingo, 10 de junio de 2012

Estatura es poder

Headhunters (Hodejegerne, Noruega| Alemania, 2011), de Morten Tyldum, es un thriller que revela su disposición hacia el juego desde el significado de su título. “Headhunters”, cazadores de cabezas, remite a esas empresas que, en el competitivo mercado laboral, se encargan del reclutamiento de ejecutivos para cotizadas compañías. Al mismo tiempo estamos ante cazadores en otro sentido, dispuestos a todo para conseguir lo que quieren.
La película es uno de los ejemplos más recientes de la promoción escandinava dedicada al cine y la literatura de tema criminal, en sus diversas variantes, entre el cine negro, el policiaco y el thriller.
Desde hace años, la editorial española Tusquets tuvo la visión de publicar a autores como el sueco Henning Mankell, creador del inspector Wallander, quien ha protagonizado varios de los libros de este autor.
Sin perjuicio del éxito de Mankell, la gran popularidad de esta literatura llegaría con Stieg Larsson, autor de la saga de novelas Millennium, fenómeno de ventas elogiado nada menos que por Mario Vargas Llosa quien, en un entusiasta artículo, le dio al personaje protagónico, Lisbeth Sallander, un sitio entre los grandes de la literatura.
Ya hemos hablado en estas páginas de la novela de Larsson, así como del diagnóstico de Vargas Llosa quien, preso del mito de Europa (y desconocedor de series de televisión europeas como Alerta Cobra, que se exhibe desde los noventas), pretende ver una gran novedad en el hecho de que se muestre la corrupción delictiva de la sociedad sueca. En Suecia también hay criminales, nos dice Vargas Llosa.
En su artículo, el Nobel hace una apología del personaje femenino, decíamos, Lisbeth Salander, una hacker ataviada al estilo gótico, bisexual, “pequeñita y esquelética”, con una infancia traumática. Hay que destacar los recursos de la novela, en la cual el dramatismo de las escenas se nos indica por un gesto recurrente: “Fulanita se mordió el labio”. O bien, la verosimilitud se busca por medio de listas muy detalladas de las marcas y los productos que los personajes consumen.
El mérito, sin embargo, creemos nosotros, de esta novela deficiente, es que sirve de base para una película centrada en la actriz Noomi Rapace quien, en la versión del director Niels Arden Opley, supo darle gran interés a un personaje rodeado de tópicos, como la llamada violencia de género. Si bien la versión cinematográfica de Millennium es un thriller promedio,  tiene a su favor que sus contenidos no son presentados como el gran hallazgo que quiere ver Vargas Llosa en el libro.
Headhunters también tiene un origen literario (la novela de Jo Nesbø) y está producida por la misma compañía que Millennium, Yellow Bird, fundada nada menos que por Mankell y cuyo lema no puede ser más claro: “Convertimos bestsellers en éxitos de taquilla”. Así, estamos ante un potente invento editorial y cinematográfico cuyo tema (una sociedad supuestamente modélica donde existen peligrosos criminales capaces de desafiar a una policía impotente) es sintomático de la creciente descomposición de la Europa actual.
Esto último es lo que ocurre con Headhunters, que no tiene las carencias de la saga cinematográfica Millennium aunque sí los aciertos: para empezar, el desempeño del actor protagónico, Aksel Hennie, quien sabe dar trascendencia a la gesta de un pillo: Roger Brown, su personaje, es un ladrón con un rival de excepción, en un enfrentamiento que es también el de dos modelos de villano.
Hay un peligroso asesino, Clas Greve, encarnado por esa perversión de la épica que es el actor danés Nicolaj Coster-Waldau, famoso por su papel del malvado Jaime Lannister, el “Matarreyes”, en la serie de televisión Juego de tronos.
La película insiste en el contraste entre ambos personajes, con un énfasis en las limitaciones físicas de Roger, especialmente en su baja estatura, como queda claro desde las primeras escenas, cuando lo vemos al lado de su esposa Diana (Synnøve Macody Lund). Estatura es poder, es el mensaje a debatir.
Lo que sigue es una persecución cifrada por las angustias personales del personaje y también por el humor negro y el delirio, como en la escena del lago en la cual interviene el cómplice de Roger, Ove (Eivind Sander). El mérito de la cinta (mucho más accesible que los trabajos de los hermanos Coen, como Fargo, en una tónica parecida), es que convierte en un duelo lo que al principio se presenta como una simple cacería.

martes, 5 de junio de 2012

La carne debajo

Archetype, el corto de Aaron Sims, el diseñador de efectos especiales, que cuenta la historia de un robot de combate y su terrible descubrimiento. En la línea de RoboCop (EUA, 1987), de Paul Verhoeven, historias de robots que son algo más que eso, lo cual les da un sino trágico. Hay noticias de que el corto de Sims se convertirá en un largometraje, en el cual se desarrollará la historia del carácter central, esa máquina de matar a la cual su pasado se le presenta como una revelación. Técnicamente impecable, gracias a los antecedentes de Sims como participante en cintas como Insidious, Rise of the Planet of the Apes, Sucker Punch y otras, el reto es que la historia mantenga su interés en un formato más extenso.

sábado, 2 de junio de 2012

Belleza de trágico alquiler

La película francesa House of Tolerance, también conocida en Estados Unidos como House of Pleasures (el título en español no está todavía disponible), cuenta los detalles de la vida cotidiana de un grupo de jóvenes mujeres en un prostíbulo de lujo, L’Apollonide, en la Francia de finales del siglo XIX, una casa de tolerancia, de placeres, como se dice.
En la cinta, las mujeres de físico más diverso están ahí para ser las activas participantes de lo que parece ser una fiesta, una tertulia no de fin de semana sino de cada noche, para satisfacer hasta las fantasías más violentas, como queda demostrado en la terrible experiencia de una de ellas. Las jovencitas, alguna de dieciséis años, nunca se acuestan temprano, sino al amanecer, cuando todos los invitados se han ido.
Hay charlas, algunas banales, otras de índole “intelectual”, se diría, como cuando uno de los clientes alude al relato de ciencia ficción La guerra de los mundos, de HG Wells, publicado por aquellos años.
Así, hay un ambiente de decadencia en el cual se evoluciona de forma muy brusca de la perversión más inofensiva hasta los ambientes más degenerados, con la mujer expuesta como si fuera la extravagante pieza de un museo de contenido muy heterogéneo: desde la argelina Samira (Hafsia Herzi) hasta la que juega a ser una autómata.
Ya no se guarda exactamente el rizo de la caballera de una mujer sino algo parecido. O bien, hay un baño en champaña, suerte de ritual de película erótica pretendidamente subversiva y provocadora, para luego mostrar a la chica que se queja de que la piel le ha quedado pegajosa: el lado práctico, digamos, de la vida, está ahí para desenmascarar el pretendido aspecto sublime de ese erotismo caricaturesco, el baño en una bebida cara y el glamur.
El director, Bertrand Bonello, quien también es el guionista, construye un relato en el cual la apariencia y la verdad se confunden, porque las secuencias que podemos señalar como hechos se mezclan con sueños que a veces son premonitorios, para mayor coqueteo con la fantasía o una casualidad que llama a la consolidación de un cuento ambiguo.
De ahí que como música de fondo se use en un par de ocasiones música de los años sesentas: la canción “Bad Girl”, del cantante norteamericano de R&B Lee Moses; o bien “Nights in White Satin”, el gran éxito de la banda The Moody Blues, que las chicas bailan en una escena que se arriesga con el anacronismo: los personajes de finales del siglo XIX al parecer se mueven al ritmo de una balada de 1967. Algo similar a lo que ocurre en Malditos bastardos, de Tarantino, donde en la Francia de la II Guerra hay una escena musicalizada con una canción de David Bowie.
Además está el recurso de la pantalla dividida en cuatro ventanas, para saber lo que ocurre al mismo tiempo en varias partes de la casa de citas. O el recurso final, que no revelaremos, aunque tiene que ver, en una película al parecer cifrada con la fantasía, con el apunte social: L’Apollonide es un tipo de burdel que agoniza, para disputar su sitio con otra manera de entender la prostitución.
A Bonello se le acusa de hacer una apología de la prostitución, en ocasiones relacionada con el esclavismo, como de hecho se muestra en la película: la muchacha endeudada, que depende de la “protección” de una mujer madura, Marie France (Noémie Lvovsky) suerte de maestra de ceremonias y epítome de la elegancia, aunque la cinta también muestre su lado más mundano de comerciante.
Un movimiento de cámara, en particular, nos muestra un recorrido por las caras y los cuerpos de las chicas, quienes sonríen, entre la coquetería y el desafío, no se sabe bien, aunque luego escuchamos sus burlas. El director se embelesa con el físico de sus actrices, algo que desde luego tiene sus implicaciones. Sin embargo, lo que se atestigua es una forma de adentrarse en los problemas de un colectivo explotado que, no sin cierta ingenuidad, en ocasiones asume la prostitución como una apuesta por la libertad.
L’Apollonide (Souvenirs de la maison close), de 2011,  es una película que seguramente muchos describirán como “elegante” o “exquisita”. Más allá de la pertinencia de esos adjetivos, el erotismo tiene aquí una carga relacionada con la fugacidad de cierto tipo de belleza, con su fragilidad y por lo tanto con su lado trágico.