Buscar este blog

domingo, 24 de febrero de 2013

Crónica incómoda de los últimos días

Resultaría interesante contrastar Amour (Francia| Alemania| Austria, 2012), de Michael Haneke, con las más difundidas versiones de la comedia romántica norteamericana, con su afirmación del éxito romántico como “fin de la historia”, cuando una pareja supera los obstáculos de siempre (problemas económicos, triángulos amorosos, oposición paterna) para terminar en una relación consolidada e inmune ante nuevas desavenencias.
Y decimos eso porque Amour es una suerte de recreación en las etapas más penosas de sus personajes, aquellas que tienen que ver con el declive físico y la impotencia para poner freno a una enfermedad degenerativa.
Solo que, a diferencia de lo que ocurre en otras películas semejantes, como en Iris (2001), de Richard Eyre, acerca de la escritora irlandesa Iris Murdoch y su experiencia con el mal de Alzheimer, en Amor no conocemos al personaje durante su juventud, cuando era sano.
Anne (Emanuelle Riva) es una anciana pianista retirada, quien sufre un ataque que la paraliza casi totalmente, a la par que padece episodios en los cuales pierde la razón; mientras tanto, su esposo George (Jean-Louis Trintignant) trata de cuidarla.
Ante la devoción que adivinamos en la visita de uno de sus alumnos, el espectador puede suponer que Anne era una profesora excelente, con lo cual su inmovilidad ante el piano viene a ser más dolorosa.
Su caso es muy distinto de lo que ocurre en la citada Iris, en la cual Kate Winslet interpreta a Murdoch en el culmen de su juventud y su rebeldía. Luego, es Judi Dench quien encarna a la Iris anciana que poco a poco pierde sus facultades.
Algo parecido tiene lugar en Amar la vida (Wit, 2001), de Mike Nichols, en la cual una arrogante doctora (interpretada por Emma Thompson), tiene que lidiar con un cáncer cada vez más agresivo, todo ello mientras se enfrenta con la revancha de un exalumno que en el pasado ella despreció.  
Haneke, en cambio, se dedica desde las primeras escenas a mostrar el desmoronamiento de su personaje, así como lo difícil que resulta para sus seres queridos ayudarlo. Sin embargo, tampoco se presenta la juventud como alternativa, como queda claro con la intervención de la hija, Eva (Isabelle Huppert), demandante de tantos otros cuidados a pesar de estar sana.
En el pasado, Haneke ha ganado celebridad por su afición al tremendismo, como en La pianista (2001), en la cual, con crueldad, mostraba las funestas consecuencias de la pornografía y de una madre castrante en la educación sentimental de una mujer madura y solitaria, curiosamente también profesora de piano. Una película al parecer muy efectiva para el recurrente ejercicio de espantar burgueses, como lo dijimos en su momento (ver nuestra crítica en Primera Plana, edición del 10 de julio de 2009).
Con La cinta blanca (2009), en cambio, Haneke exploró las posibilidades del surgimiento del mal en un pueblo de la Alemania previa a la Primera guerra mundial, todo ello ligado con la férrea educación protestante instaurada en ese sitio. Algo que llevó a algunos de sus comentaristas a interpretar la película como denuncia del germen del nazismo, como lo explicamos en otra ocasión (ver “El pueblo de la crueldad”, edición del 5 de marzo de 2010).
Casi la totalidad de Amor tiene lugar en el departamento de la pareja, con una especial atención por los pequeños detalles de la vida cotidiana, que se adivinan como fundamentales ante la devastación de la enfermedad: tener el abrigo apropiado para salir, atesorar viejas historias y el recuerdo de una película.
Ni atisbo de la dureza con la cual Haneke retrataba a otros caracteres en el pasado (con la probable excepción de la molesta hija), porque ahora la mirada es más compasiva. De hecho Iris aludía a otros detalles, como la incapacidad de los ancianos de mantener una casa en condiciones, que Haneke se ahorra.
En El amor en los tiempos del cólera (1985), García Márquez mostraba sin complejos el  sexo de los ancianos (algo luego degradado por la adaptación cinematográfica de Mike Newell, de 2007). Algo parecido ocurre en esta cinta de Haneke, por su empeño en mostrar lo irrefutable de la caída definitiva.   


lunes, 18 de febrero de 2013

Aventura espacial en Persia

El tercer largometraje como director de Ben Affleck es un thriller político ambientado en el Irán de la crisis de los rehenes de 1979, cuando los empleados de la Embajada de EUA en ese país son retenidos por los partidarios del régimen del ayatolá Jomeini. Seis de ellos logran escapar y esconderse, mientras en las calles las hordas de fanáticos ejecutan norteamericanos. Pero los atribulados burócratas no pueden salir del país.
Desde la CIA se barajan varias formas de sacarlos, hasta que se impone la más extravagante de ellas: fingir que los fugitivos forman parte del equipo de una película norteamericana de ciencia ficción que busca aprovechar las locaciones de Irán. Por más inverosímil que parezca, la cinta además está inspirada en un caso real, desclasificado en 1997. Como es de suponerse, el filme explota la emoción que supone tratar de burlar la férrea seguridad de los iraníes.
Lo mejor de Argo es la forma en que logra que materiales en apariencia muy disímbolos, como la ciencia ficción y el thriller acerca de un conflicto diplomático, puedan ser convergentes, en una suerte de mezcla genérica que no se percibe ni como forzada ni contradictoria. Tomas aéreas de Teherán de hecho parecen confirmar que la ciudad se asemeja a un paisaje futurista, como en ese plano de la impresionante Torre Azadi, el símbolo del lugar.  
Se ha dicho que la absurda película que los norteamericanos se proponen filmar en locaciones de Irán es una mala copia de La guerra delas galaxias. Pero lo que ocurre en Argo es de mucho más interés que la trama de las cintas de George Lucas.
Los materiales de la ciencia ficción son mundanos y de ahí que con frecuencia se aproveche este género para criticar el totalitarismo, como pasa en Los juegos del hambre, por ejemplo. En cambio, Argo no tiene que echar mano necesariamente de una distopía, al mismo tiempo que enriquece el thriller de intriga política con el imaginario de una ficción científica que además tiene tintes del imaginario de la Edad media, como en la ya citada saga de Lucas o en Flash Gordon, como queda claro desde la secuencia de créditos.  
Se ha comentado que la representación de Irán como un país incivilizado no es casual, en el contexto de una eventual guerra con los EE.UU., lo que recuerda esos textos del español Román Gubern a propósito de la avalancha de cine bélico y de espionaje después de los atentados del 11-S, una agenda cinematográfica que según el historiador estaba acordada con los productores de Hollywood y el gobierno (ver “La guerra audiovisual de Bush”, en El País, edición del 22 de febrero de 2003). De esa forma, una película como Argo sería una suerte de propaganda a favor de la intervención norteamericana en Irán. 
Sin embargo, lo que esas críticas no toman en cuenta es que, en efecto, el régimen de los ayatolas es irracional, como puede verse en las mismas películas de los cineastas iraníes, ejemplarmente en Una separación (2011), de Asghar Farhadi, distinguida con el Oscar a mejor película extranjera, una denuncia de los desastrosos efectos del islam en la sociedad. Otra cosa es que desde la confundida izquierda indefinida se reivindiquen revueltas religiosas como la primavera árabe. Y el que duda de lo anterior, ¿qué espera para mudarse a Irán?
El peligro que corren los personajes además está balanceado con escenas cómicas, protagonizadas por el maquillista John Chambers (John Goodman) y el productor Lester Siegel (Alan Arkin), quienes se encargan de los preparativos para fingir que filman una película.  
Pocas eran las expectativas a propósito de Ben Affleck, un actor con una trayectoria más bien pobre, caracterizada por los típicos papeles de galán. Sin embargo, los elogios que recibió por su debut como director, Desapareció una noche (Gone Baby Gone, 2007), ahora son confirmados por una película que no se agota en su condición de aventura.
Leonardo García Tsao ha criticado  que Argo es un thriller convencional que reproduce todos los lugares comunes de las películas de ese tipo (ver “Expertos en el engaño”, La Jornada, edición 17 de noviembre de 2012), lo cual bien puede ser una debilidad de la cinta. Semejante es el reparo de Javier Ocaña (“La política como farsa”, El País, 26 de octubre de 2012).
Pero eso no implica que la mezcla genérica que venimos describiendo sea poco efectiva. De principio a fin la cinta asume su condición de entretenimiento, pero que no se permite ser del todo vacuo. Otra cosa es que no esté a la altura de sus modelos, como Los tres días del Cóndor (1975), de Sydney Pollack. Por el momento tal vez eso sea pedir demasiado.


lunes, 11 de febrero de 2013

Cine contra la política pueril

Lincoln (EUA, 2012), de Steven Spielberg, es una película incómoda para los demócratas al uso, porque nos presenta a un político idealizado, el presidente que abolió la esclavitud, nada menos, como un hombre que no duda en echar mano de tácticas corruptas si la causa lo vale.
O bien, ahora que está de moda que el pueblo casto y puro acuse a los gobernantes de mentirosos (tanto en México como en España), Lincoln no duda en recurrir a la mentira política para sacar adelante sus reformas. Y con ello no hace sino gobernar, al menos como se entiende desde Aristóteles y Maquiavelo.
A Steven Spielberg se le ha acusado desde siempre de hacer propaganda a favor de determinados valores (la familia, por ejemplo) y hacer un cine con frecuencia pueril. Pues tiene su gracia que este supuesto niño grande ahora sea el encargado de mostrarle a la gente la concepción infantil que muchos tienen de la política; para empezar, la concepción del Partido Republicano como la encarnación del mal. La frase de uno de sus aliados lo resume a la perfección: “La más grande reforma del siglo XIX obtenida, gracias a la corrupción, por el hombre más puro de los Estados Unidos”.
Lincoln, de esa forma, es una reivindicación del realismo político (algo poco frecuente en el cine del mismo Spielberg), con un tratamiento del gobernante como hombre al final solitario y que ha elegido una labor tan necesaria como trágica, como se ha visto en películas como la italiana Il divo (2008), de Paolo Sorrentino.
En cierta forma, Lincoln es la contrafigura de Poder y traición (The Ides of March), ya comentada en este espacio: a pesar de que la película de George Clooney también mostraba la corrupción no delictiva de los políticos, lo hacía desde la autoflagelación y el complejo de los ideales traicionados. 
Nada qué ver aquí con el Spielberg armonista de Múnich, por ejemplo, en la cual tuvo la ocurrencia de insinuar que el atentado a las Torres Gemelas fue una consecuencia de la falta de diálogo entre Israel y sus enemigos.
Que tomen nota en España de la actitud de Lincoln y de sus colaboradores ante los secesionistas confederados, a quienes les dicen sin rodeos: “El sur no es una nación”. Y cuando los separatistas acuden a Washington para negociar la paz “entre los dos países”, Lincoln les dice que lo único que está dispuesto a aceptar es su rendición. Ni nación ni dos países ni nada parecido. En EUA no hubo Pacto de la Moncloa, mucho menos Estatuto de Cataluña.
Para darle cuerpo a todas esas ideas, Spielberg echa mano de un elenco espectacular, con Daniel Day-Lewis a la cabeza. Curiosidades del cine: en Pandillas de Nueva York (2002), de Scorsese, Day-Lewis interpretaba a un furibundo racista quien, en una escena, arrojaba su cuchillo contra una imagen de Lincoln. Alejado de su registro habitual, más agresivo, como en Pozos de ambición (There Will be Blood), el actor británico está aquí mucho más mesurado.
En contra, Spielberg tiene su habitual grandilocuencia, inútilmente subrayada en las escenas clave por la música de John Williams. Sin embargo, la necesaria solemnidad de la cinta (al que no le guste la política que vaya a ver Abraham Lincoln: cazador de vampiros) se ve matizada por las continuas bromas y anécdotas del presidente. A destacar su burla de los ingleses y su defensa de George Washington.    
Llama la atención que Spielberg no haya aprovechado su conocida solvencia para filmar escenas bélicas, como quedó por completo probado en Salvando al soldado Ryan o su más reciente Caballo de guerra. Los duelos de Lincoln son verbales, como puede verse en las discusiones de la Cámara de Representantes. 
En cambio, lo que se ve son los restos de las batallas, los numerosos cadáveres de un ejército confederado hecho trizas. Tal vez por eso una de las escenas más esperadas (y aquí el lector que no haya visto la película puede dejarde leer), el asesinato del Presidente, no tiene lugar frente a los ojos del espectador, como sí ocurre en El nacimiento de una nación (1915), de Griffith. En cambio, Spielberg muestra los violentos efectos de la muerte del líder republicano en la gente que lo quiso. 

 

domingo, 3 de febrero de 2013

Guerra santa, puñetazo en la mesa

Los antinorteamericanistas harán bien en abstenerse de ver La noche más oscura (Zero Dark Thirty, EUA, 2012), de Kathryn Bigelow, recuento del proceso que culminó con la ejecución de Bin Laden. Además, tampoco es una película para que los pacifistas alimenten su falsa conciencia.
La polémica ha ocupado el centro de los debates alrededor de esta película porque, como se sabe, en ella se muestran las técnicas de tortura que los agentes del gobierno estadounidense usaron para interrogar a sus prisioneros. Todo ello en el contexto del mandato de George W. Bush, quien impulsó la validez de la “asfixia simulada”.  
Sin embargo, nos parece que no es ahí donde debe situarse la discusión acerca de la cinta. Si los norteamericanos torturan a sus prisioneros no es porque luego se queden a la espera de la aprobación de la ONU, sino porque pueden hacerlo y están listos para asumir las consecuencias. Es una cuestión de fuerza. Tanto así que, en un gesto que para muchos es provocador, ahora se permiten hacer una película acerca de la muerte de Bin Laden.
De ahí que críticos de la cinta como León Krauze vean en ella una imprudencia, después de las precauciones que los norteamericanos habrían tomado para deshacerse discretamente del cuerpo del terrorista. Ver «Osama, “the movie”» (“Blog de la Redacción”, Letras Libres, 03 de enero de 2013). Es decir, los norteamericanos cometen un error al hacer de semejante operación un espectáculo hollywoodense.
Hay que contrastar lo dicho por Krauze con la opinión del escritor Mario Vargas Llosa, quien cuenta en un artículo, "Apogeo y decadencia de Occidente" (El País, 10 de enero de 2013), su experiencia como espectador de la cinta en un cine neoyorquino (la ciudad del atentado de las Torres Gemelas, no se olvide): al final, el público se levantó a aplaudir, mientras otros lloraban. En la película, el Nobel ve una constatación de la capacidad autocrítica de los occidentales.
Y en ese sentido, nos parece, está la clave. ¿Qué país del mundo tiene la capacidad para imponer la agenda en los medios? Si opinadores de todo cuño gastan saliva y tinta en estos asuntos de la tortura es porque así lo ha querido una cineasta, Kathryn Bigelow, quien se atreve a mostrar (de nuevo, porque puede) los entretelones del espionaje de su país. Y al hacerlo da un paso enorme para triturar todas las especulaciones alrededor del caso e imponer un solo relato de la Operación Gerónimo.
En su momento, con el sanguinario filme de vampiros Near Dark (1987) y el thriller Point Break (1991), Bigelow se hizo de un nombre como directora de películas de acción. O bien, con Acero azul (1989), Bigelow apostaba por una protagonista femenina para encabezar una historia de intriga policiaca. 
Su talento se confirmó con la cinta de ciencia ficción Días extraños (1995) hasta que 2008 supuso su consagración en la industria con Zona de miedo (The Hurt Locker), la historia de un artificiero en Irak, distinguida con el Oscar a mejor película.
La noche más oscura es por completo consecuente con los planteamientos de su anterior película. Hay un enemigo muy claro, la yihad (la guerra santa) y hay que derrotarlo. No prospera ningún complejo en la cinta, como sí ocurre en tantas otras, como La ciudad de las tormentas (Green Zone, 2010), de Paul Greengrass, ocupada en fustigar al gobierno estadounidense por la polémica de las armas de destrucción masiva. Es decir, el mayor mérito de la película es su forma de mostrar lo que un país está dispuesto a hacer, por más que sus críticos digan misa.
Sin embargo, los fans de Bigelow que pretendan ver un filme de acción pueden decepcionarse, porque en esta ocasión la directora se reserva sus habilidades para la escena cumbre, que además es nocturna. Antes, la clave está en el suspenso, así como en mostrar el desgaste que supuso cumplir con una misión tan exitosa como criticada, de nuevo con una mujer como emblema, interpretada por Jessica Chastain. ¿Pero a quién le importan las críticas cuando se está al frente de un imperio militar? Estamos ante una película que para ser valorada en su justa dimensión exige desbordarlas cuestiones meramente cinematográficas. 
Detengámonos a pensar un momento: ¿qué pasará a la historia? ¿Una película como esta o las versiones que nos hablan de una conspiración de los neocons para derribar con bombas el World Trade Center?