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sábado, 28 de septiembre de 2013

La película casera mata

La trayectoria del cineasta norteamericano Scott Derrickson tiene una clara orientación que oscila entre el cine de fantasía y el terror, al menos desde que se involucró en la serie inspirada en los personajes de Clive Barker, Hellraiser: Inferno (2000), estrenada directamente en video. Posteriormente, Derrickson dirigiría El exorcismo de Emily Rose (2005), acerca de una joven poseída por una legión de demonios; una película supuestamente inspirada en un caso real, la historia de la católica alemana Anneliese Michel, quien murió en 1976, a la edad de 23 años. Una tragedia que además ha sido origen de otras películas, como Réquiem (2006).
(Con respecto a esta película de 2005, es muy recomendable la lectura del ensayo Íñigo Ongay, “El Exorcismo de Emily Rose como caso de cine religioso” ―publicado en El Catoblepas, n° 73, marzo de 2008, disponible en internet―, en el cual el filósofo español hace evidentes las contradicciones de la cinta, en la medida en que esta no logra emanciparse del cine tan en boga desde El exorcista, porque funciona como una mera propaganda de la creencia en vivientes incorpóreos. Vamos a ver que con la cinta que nos ocupa pasa algo parecido.)
La siguiente película de Derrickson fue Ultimátum a la Tierra, segunda versión de un clásico, The Day the Earth Stood Still, de 1951. Esta cinta fue una especie de lujo propio de una industria gigantesca, la de Hollywood, capaz de homenajear (con el riesgo de canibalizar) sus clásicos hasta el hartazgo. De cualquier forma, el filme daba cuenta del talento de este director para la ciencia ficción, nuevamente de tintes religiosos (la película es la historia nada menos que de un apocalipsis).
Todo lo anterior nos lleva hasta Siniestro (Sinister, EUA| Reino Unido, 2012), que supone para muchos la mejor película de Derrickson hasta el momento. Siniestro cuenta la historia de un escritor de libros de no ficción, como se estila decir ahora en Norteamérica y el mundo acerca de las crónicas periodísticas, por ejemplo.
En el pasado, Ellison Oswalt (Ethan Hawke) escribió un libro acerca de un crimen y de hecho con él reveló detalles que la policía simplemente desconocía. El libro significó un gran éxito para Oswalt, pero sus posteriores investigaciones no han tenido el mismo impacto, lo cual supone un gran fracaso en una sociedad como la norteamericana. De ahí que, al enterarse de que la casa donde ocurrió un asesinato está en venta, decida mudarse a ella con toda su familia: su esposa y sus dos hijos. Solo es cuestión de tiempo para que el espíritu relacionado con los asesinatos, de nuevo un viviente incorpóreo, comience a trastornar la vida de Oswalt y los suyos.
Lo mejor de Siniestro es la forma en la cual se vincula con películas como Blow-Up (1966) y por lo tanto con el cuento que inspiró esta última, “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar. Como se recordará, en la película de Antonioni los detalles de un crimen se conocen accidentalmente por medio de una fotografía.
Algo parecido ocurre en Siniestro, cuando Oswalt descubre unas películas caseras, súper 8, en las cuales puede verse un asesinato. Mejor dicho, no uno sino muchos. Tentado por la posibilidad de repetir con creces su éxito editorial, el escritor desestima el peligro que su labor implica, porque el asesinato tiene, nos dicen, una explicación sobrenatural. Y aquí vienen las revelaciones de la trama que tal vez algunos encuentren excesivas (o spoilers), así que bien pueden dejar de leer.
Es en esto último donde Derrickson tropieza estrepitosamente, cuando abraza de forma por completo ingenua la idea de un espíritu maligno capaz de hechizar a los niños. Hay niños abducidos por el demonio sumerio Bughuul (Nick King), una variante del demonio Pazuzu de El exorcista, este tomado de la mitología babilónica. En definitiva, estamos ante una película que se apoya en un mito oscurantista para funcionar. Lo peor es la forma en que Derrickson (también coautor del guión) presenta a los niños, con el típico aspecto de enfermos ojerosos que visten con harapos, como si en la dimensión maligna donde viven no hubiera OshKosh B’gosh. 
En cambio, hay que reconocer la manera en que el director vincula las inclinaciones artísticas de la niña con los asesinatos. O bien, la crítica final que se hace a la obsesión por la fama que padece el escritor. En resumen, una película desigual que ve condicionadas sus buenas ideas por el peso de la tradición, así como por su incapacidad para distanciarse de esta. [Publicado originalmente en el semanario Primera Plana, edición del 27 de septiembre de 2013.]

lunes, 23 de septiembre de 2013

Mucha sangre pero poca acción

En Sólo Dios perdona, segunda colaboración entre el actor norteamericano Ryan Gosling y el director danés Nicolas Winding Refn, ambos se encargan de dilapidar el prestigio ganado con Drive, el escape, el estupendo thriller acerca de un misterioso chofer de criminales. Como se recordará, a pesar de su empleo como velocista al servicio de los ladrones de Los Angeles, el osado conductor se enfrentaba con un capo de la mafia, con tal de ayudar a una bonita damisela en apuros.
La película, semejante a un cuento de hadas no apto para seguidores cándidos del cine hiperviolento, sorprendió por el poderío de su personaje central, interpretado por el ya citado Gosling, suerte de antihéroe henchido de romanticismo y una sangre muy fría a prueba de cualquier persecución. Un hombre de convicciones casi inquebrantables aunque ya se sabe cómo funcionan estas cosas: basta que llegue la mujer indicada para que el chofer rompa sus reglas y se meta en toda suerte de problemas, todo perfectamente coreografiado por el danés en cuestión. Inolvidable la pelea en el club nudista, con las mujeres que contemplan la escena del martillo y la bala. Y si el lector no la ha visto, ¿qué espera?
Pues bien: seguramente inspirados por la propuesta de Drive, director e intérprete intentan explorar una vez más las posibilidades del antihéroe con Sólo Dios perdona (Only God Forgives, Francia| Tailandia| EUA| Suecia, 2013). Un aviso para quienes hayan quedado fascinados con Drive: más allá de la participación de parte del mismo equipo no hay ninguna garantía, porque más que intentar enriquecer el cine de acción lo que se pretende aquí es emular el cine de pretensiones artísticas de Alejandro Jodorowsky, a quien está dedicada la película.
Y en efecto, Winding Refn, instalado en la modalidad “Soy fan de don Alejandro” reproduce los celebrados errores de las películas de Jodorowsky, es decir su incoherencia disfrazada de trascendentalismo de referencias asiáticas; de ahí que la película esté ambientada en Tailandia. En cambio, no tiene sus buenas ideas, como lo sabe quien haya visto La montaña sagrada, El Topo y, sobre todo, Santa sangre. Jodorowsky es una suerte de modelo infeccioso, el constructor de un tipo de cine tan atinado como irregular en ocasiones, lo cual se nota en su influjo sobre Sólo Dios perdona. 
La historia tiene lugar en el Bangkok de la actualidad, donde el norteamericano Julian (Gosling) y su hermano Billy (Tom Burke) regentean un local de muay thai, ese tipo de boxeo tailandés que, imagino, los aficionados al cine de artes marciales no tendrán dificultad en reconocer. Sin embargo, el club es un mero parapeto para el tráfico de drogas.
La decadencia de la familia empieza cuando Billy comete un crimen que atrae la atención del muy eficiente y severo policía, el teniente Chang (Vithaya Pansringarm), un hombre que no se anda con juegos y que no cree en esto de la presunción de inocencia: como si fuera el juez Dredd, ajusticia en el acto a los criminales, todo ello con unas ínfulas de asesino justo que castiga a los malos aunque antes se asegura de que los otros sepan que han tenido su oportunidad y la desperdiciaron. Algo así.    
Como es de suponerse, es cuestión de tiempo para que Julian y el teniente Chang se vean las caras en combate singular. (Y aquí vienen los detalles de la trama, así que quienes no quieran conocerlos deben dejar de leer.) Las intenciones están a la vista: desmontar al arrogante Julian, que acaba rendido ante la brutal pedagogía de su contendiente, que le aplica un correctivo ejemplar y, acto seguido, visita un bar con karaoke para celebrar su hazaña. O algo así.
No queremos ser injustos: quien se aburra con SóloDios perdona tal vez sea porque se equivocó de película, aunque el hecho de que te abucheen en un contexto tan pretencioso como el Festival de Cannes (donde se estrenó la cinta) bien puede significar algo.
Hay al menos un personaje interesante, el ya citado Chang. En cuanto a Gosling hace con efectividad el ridículo, lo cual puede ser muy negativo cuando parece que tu personaje lo que busca es redimirse de un ambiente de singular corrupción. Enigmática pero fallida, en Sólo Dios perdona hay demasiada sangre para tan poca acción con algo de significado.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Un mito monstruoso

Si la literatura sirve para construir mitos, en la novela Frankenstein (1818), de la escritora inglesa Mary Shelley, tenemos uno de los ejemplos más potentes de la historia, en la medida en que se ha incorporado con gran efectividad en lo que conocemos como cultura. Haya o no leído la novela, el hombre común difícilmente ignorará la rica iconografía que representa a la monstruosa criatura, popularizada de forma temprana en 1931 por el cine de James Whale y sus continuadores.
Por lo tanto, una vez comprobada la enorme importancia del personaje para la construcción de la realidad, no es extraño que de la mencionada novela se deriven otras películas, novelas o bien obras de teatro. Tal es el caso de The Frankenstein Theory (“La teoría Frankenstein”, EUA, 2013), filme de Andrew Weiner proveniente de una industria, la norteamericana, tan compleja que puede permitirse productos de este tipo.
La propuesta de Weiner, quien escribe el guión con su colaborador, Vlady Pildysh, en principio parece innovadora: el científico Jonathan Venkenhein (Kris Lemche) asegura que las investigaciones de uno de sus antepasados inspiraron la novela de Shelley, así que el monstruo de Frankenstein es real. Para comprobarlo, viaja con un grupo de documentalistas hasta Canadá, donde espera contactar al monstruo y aprovecharlo para sus experimentos científicos.
Frankenstein es una novela, entonces, basada en una crónica científica, esta última destruida por el antepasado de Venkenhein para evitar que el peligroso experimento fuera duplicado.
Sin embargo, hay que recordar la película de 1990 La resurrección de Frankenstein (Frankenstein Unbound), de Roger Corman, en la cual un científico del año 2031 viaja en el tiempo hasta principios del siglo XVIII, para ser más exactos 1817, justo antes de que se publique la novela. Una vez ahí, convive con los personajes de Frankenstein y, por si fuera poco, con quien será la autora de la novela, Mary Shelley; de hecho tiene una aventura amorosa con ella. Todo ello en una cinta basada en la novela del autor de ciencia ficción Brian Aldiss. En ese sentido, La resurrección de Frankenstein se adelanta por más de dos décadas a The Frankenstein Theory.
Por su técnica, la película que analizamos además hace uso del llamado pietaje descubierto (discovered footage), que otros llaman pietaje encontrado (found footage), una forma de imprimirle verosimilitud a una película de este tipo que linda con lo increíble o de lleno con lo sobrenatural, como es el caso de El proyecto de la bruja de Blair, cinta ejemplar en su tipo por su gran impacto.
La idea es suponer que la ficción cinematográfica que vemos en realidad es un documental, de ahí que un equipo de grabación acompañe al científico en su desventurado recorrido por las gélidas tierras canadienses, donde el monstruo vaga a sus anchas.
Llega un momento en la película en el cual nos enteramos, por una confidencia de su indiscreta novia Annie (Christine Lakin), de que Jonathan Venkenhein fue expulsado de la universidad debido a sus excéntricas teorías. Así que el viaje a las tierras nevadas es dramático y para el joven científico es un asunto de vida o muerte.
Fiel a la técnica del falso documental, Weiner respeta la convención y solo vemos lo que las cámaras registran, a veces por accidente. Hay planos muy logrados, como ese en que apreciamos a lo lejos una figura (¿el monstruo?), registrada de manera casual por la cámara; así ocurre pero los personajes no están muy seguros de que, en efecto, algo se mueve en la lejanía.
Con todo y eso los mejores momentos de la cinta están en deuda con los efectos sonoros: refugiados durante la noche en una cabaña, los personajes no saben el origen de los extraños ruidos que escuchan. ¿Acaso es un animal? Hay lobos en los alrededores, pero no hay certeza. Weiner también acierta cuando escamotea los planos del enigmático ser.
Tenemos una anécdota que se apoya en un final abierto aunque por completo coherente con la novela de Shelley, en la cual nos hablan de un monstruo solitario que antes que nada desea la comprensión y la compañía que le ha sido negada.
Al momento de ser adaptada, la novela se presta al proceder habitual del thriller, porque en este los personajes con frecuencia pueden ser fulminados de uno en uno. Hay que recordar que, en el relato, el vengativo monstruo asesina a cada uno de los parientes y seres queridos del Dr. Víctor Frankenstein.
The Frankenstein Theory comprueba algo que, por lo demás, es evidente: la actualidad de una novela como la comentada, a casi dos siglos de su publicación. Pero homenajear el mito bien puede significar situarse debajo de su sombra. [Publicado originalmente en la edición del 13 de septiembre de 2013 del semanario Primera Plana.]


viernes, 6 de septiembre de 2013

Pasión prohibida y comedia

Melanie Lynskey es un nombre que sonará desconocido para muchos, aunque probablemente haya mejor suerte si probamos con uno de los papeles que ha interpretado esta actriz: Rose, la vecina acosadora de Charlie Harper (Charlie Sheen) en la serie de televisión Dos hombres y medio (Two and a Half Men).
Sin embargo, a pesar de sus dotes para la comedia, la intérprete neozelandesa tiene en su haber películas dramáticas, acaso opacadas por su desempeño desde 2003 hasta la fecha en la famosa serie que hemos citado. Para no ir más lejos, ¿cuántos recuerdan su debut en Criaturas celestiales (1994), de Peter Jackson, al lado de Kate Winslet? Si comparamos la trayectoria que han tenido ambas actrices  entenderán a lo que me refiero: la segunda es una estrella internacional, mientras que el perfil de Lynskey es mucho más discreto.  
En este espacio ya hemos comentado películas como Un lugar donde quedarse (2009), de un director muy célebre, Sam Mendes, en la cual nuestra actriz interpretaba un papel secundario aunque de cierta importancia. Un rol nada cómico, por cierto: Lynskey era una mujer imposibilitada para la maternidad, a pesar de que deseaba con fervor tener un hijo.
Ahora vamos a ocuparnos de una cinta más reciente, Hello I Must Be Going (que podría traducirse como “Hola, ya me tengo que ir”), producción norteamericana de 2012 dirigida por un actor de televisión, Todd Louiso. La falta de contundente fama en los nombres que citamos no debe ser obstáculo para disfrutar de una película muy valedera, como esperamos demostrar.
Hello I Must Be Going es la historia de Amy (Lynskey), una mujer madura, de 35 años, quien se ve obligada a regresar a vivir con sus padres cuando su matrimonio fracasa. Hundida en la depresión, Amy tiene que lidiar con la insistencia de quienes la rodean y tratan de convencerla (con más empeño del que ella quisiera) de que rehaga su vida.
En un alarde de rebeldía insólito en alguien de su personalidad, la mujer emprenderá una aventura amorosa con un joven de 19 años, nada menos que el hijastro de un cliente muy importante del padre de Amy. Pasión en terreno minado, aunque con efectos no trágicos sino llenos de un cierto tipo de comicidad, mucho más sutil de lo acostumbrado en el cine estadounidense más comercial.
Louiso y su guionista, Sarah Koskoff, tienen claro que no les interesa la historia convencional de la mujer que se redime gracias a la llegada providencial de un príncipe azul, como si se tratara de un cuento de hadas. Por eso la reivindicación de la protagonista se lleva a cabo de otra manera.
Y si bien es cierto que la aventura con el joven es un tópico recurrente en muchas de las películas entusiastas del encomio del volver a empezar, de la nueva vida femenina, en Hello I Must Be Going no hay rastro de idealización sin freno. Jeremy (Christopher Abbott), el amante de Amy, es un muchacho sencillo, que no puede evitar la fantasía de una vida en común con una mujer varios años mayor que él. Sin embargo, no estamos ante un caso de obsesión; tampoco ante un film erótico que muestre los detalles de la pasión entre mujer y muchacho. En cambio, hay una historia de genuina complicidad. 
Los caminos hacia lo cómico, ya se sabe, son múltiples. Louiso recurre a elementos para nada aparatosos, como la camiseta, que Amy lleva con descuido: un objeto que cumple su función silenciosamente en varias escenas como emblema de la dejadez.   
Otros recursos, en cambio, son musicales, como las canciones de la cantante de folk Laura Veirs y la forma en estas que se integran en la historia. O las películas de los hermanos Marx, que Amy ve sola y mientras llora, desconsolada.
Pocos subgéneros hay en el cine norteamericano más necesitados de renovación como la comedia roántica. Por eso la búsqueda de la película que hoy ocupa esta página nos parece necesaria: por su voluntad de no participar de forma estridente ni grotesca en el debate acerca del futuro de un personaje como la mujer divorciada, soltera con una edad “inconveniente”. Amy no es Bridget Jones: es alguien más. Hay que conocerla. [Publicado originalmente en el semario Primera Plana, edición del 06 de septiembre de 2013]

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Medianoche del idealismo

La trilogía de Richard Linklater dedicada al amor erótico y su decadencia ofrece la oportunidad al espectador de atestiguar la evolución de una pareja, desde su primer encuentro, grávido de idealización y romanticismo, hasta un matrimonio en el cual hay que lidiar con las dificultades cotidianas y los problemas de un pasado nunca resueltos del todo.
Se antoja difícil hablar de la serie sin revelar detalles de las primeras dos entregas; de hecho lo obligatorio es ponerse al día. Sin embargo, por el momento baste decir que para llegar a la más reciente, Antes de la medianoche (Before Midnight, EUA, 2013), el norteamericano Jesse  (Ethan Hawke) y la francesa Céline (Julie Delpy) han tenido que recorrer un largo camino que comenzó en un tren hacia Viena (Antes del amanecer, 1995), pasó por París (Antes del atardecer, 2004) y ahora sorprende a los protagonistas en el Peloponeso, en Grecia, a donde han ido para vacacionar. (Los seguidores de Linklater seguro recordarán otra aparición de Jesse y Céline, en la cinta animada Despertando a la vida.)
No es muy difícil imaginar que los besos y la complicidad de la primera parte, o la pasión y la esperanza de redención de la segunda, en esta se han convertido en una tensa calma que no tarda mucho en estallar en amargos comentarios.
Lo que antes fue una larguísima conversación ahora se convierte en una desgastante discusión que no será bien recibida por quienes busquen un cine menos dialogado.  Sin embargo, Antes de la medianoche no tiene las pretensiones de otras cintas tan teatrales, como Copia certificada, de Abbas Kiarostami y el contenido es mucho más cotidiano.
Una de las claves de la trilogía es el paseo, por ciudades europeas, además. Un estilo de vida que se quiere contrastar con el norteamericano, en demérito de este último, aunque sin mostrar una sola imagen de los Estados Unidos. De hecho ese es uno de los problemas de la pareja: la resistencia de ella a mudarse a una populosa ciudad de ese país.
Además, en Grecia el paisaje está lleno de ruinas y monumentos ancestrales, que sin embargo apenas conmueven a los protagonistas. Es notorio como el hambre de verlo todo de la juventud ahora es superado: como en la escena del templo ancestral, incapaz de conmover con su vieja belleza.
Linklater, uno de los cineastas más interesantes de su país, tiene el valor de asumir que su película no es precisamente la más apropiada para los enamorados y, si tenemos en cuenta las interpretaciones psicológicas tan caras a buena parte del público, puede resultar deprimente; un riesgo que ya había corrido en su cinta de ciencia ficción Una mirada a la oscuridad, en la cual está ausente la capacidad normalmente atribuida al héroe para emanciparse del poder del Estado. Un desafío en estos tiempos de juventud a toda costa, con todo y un par de símbolos sexuales envejecidos y, en el caso de ella, con un poco de sobrepeso.
En una escena, una mujer se acerca a la pareja porque quiere obtener un autógrafo de Jesse, quien ha publicado dos novelas acerca de su vida íntima con Céline (para disgusto de esta). La lectora no podría estar más ilusionada con lo que juzga una conmovedora historia de amor encarnada. Sin embargo, la relación de Jesse y Céline está muy lejos de responder a esos criterios tan idealizados, lo cual no es obstáculo para que se convierta en un mito. Ese es el momento más profundo de la cinta, cuando por medio de una ficción cinematográfica Linklater muestra cómo la ficción literaria construye mitos de ejemplar solidez.
Otras escenas corren el peligro de ser demasiado obvias y sin embargo resultan necesarias en una película acerca de los saldos de la madurez, como la convivencia en la casa de un patriarca, alrededor del cual se reúne gente de todas las edades, desde los niños que empiezan a vivir hasta los jóvenes en la fase más efervescente de su relación: todo ello mientras otros personajes se encuentran en las antípodas de esto.
Haber visto envejecer a Jesse y Céline es un privilegio, de cualquier forma que se mire. Además, muchos espectadores, jóvenes a mediados de los noventa, habrán tenido la oportunidad de crecer con ellos. Ese experimento, que Linklater ha llevado a cabo con morosidad, con intervalos de casi diez años, desprovisto de las prisas inherentes al mercado de secuelas, nos remite a un gesto de valentía que solo podemos reconocer. En espera de la tetralogía.