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domingo, 10 de noviembre de 2013

Otra visita frecuente e indeseable

Hay que decirlo pronto: los fantasmas no existen. Desde luego, eso no impide que el arte pueda utilizarlos como personajes, como ocurre desde hace siglos en diversas ficciones. Como dijo el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, un ejemplar exponente del tipo de historias que nos ocupa: “Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras. Los aparecidos pueblan todas las literaturas”.
Así que nos atenemos a la afirmación del inicio, aunque con determinadas condiciones: lo que nos importa es que la representación del fantasma como problema se lleve a cabo con apego a cierta verosimilitud: “lo imposible verosímil es preferible a lo posible pero no convincente”, dice Aristóteles.
Por ejemplo, los constructores de la multicitada escena de la niña poseída de El exorcista, supuestamente capaz de girar el cuello 360°, pretenden hacernos creer que estamos ante una acción verosímil; pero el espectador no tiene otra opción más que negar la posibilidad de un cuello que, sometido a ese castigo, no se rompe, por más que personaje de vértebras tan particulares esté poseído por el demonio, nos cuentan.
Películas de ese tipo, satanistas, de espantos, apelan a la complicidad del espectador pero este se ve forzado a tomar partido. No es posible, por lo tanto, apelar a un pacto de ficción o a un contrato de inteligibilidad que nos permita apreciar semejantes escenas como verosímiles. ¿Cómo aceptar el caso, aberrante, de un viviente incorpóreo, para colmo con cuernos y cola? (Esos problemas han sido expuestos a detalle en la obra del filósofo español Gustavo Bueno, por ejemplo en el libro La fe del ateo, que aquí parafraseamos).
James Wan, el director de la película que hoy nos ocupa, El conjuro (The Conjuring, EUA, 2013), se ha interesado ampliamente en el cine de terror, en varias de sus presentaciones. Él tiene el dudoso honor, nada menos, que de ser el padre de Saw, película de varias secuelas a propósito de la cual tuvo que acuñarse un rótulo, el torture porn, es decir aquella película hiperviolenta, gráfica, cuya fórmula fue imitada una y otra vez para beneplácito de los amantes del cine más gore (es decir, extremadamente sangriento).
Sin embargo, Wan también ha explotado otras posibilidades del terror, como la vertiente sobrenatural de la cual hablábamos al principio, como en La noche del demonio (Insidious, 2010), cuya secuela también acaba de estrenarse.
Así que con El conjuro, Wan confirma una vez más su interés en el terror sobrenatural, en este caso con el clásico referente de la casa embrujada. En otra historia acerca de lugares embrujados, Eso (It, 1986), novela de terror sobrenatural de Stephen King, uno de los personajes, investigador de lo oculto, expone las implicaciones del adjetivo “embrujada”, haunted, como se dice en inglés:
«Haunted: “Visitado con frecuencia por fantasmas y espíritus.”
»Haunting, el adjetivo correspondiente: “Que vuelve a tu mente con insistencia; difícil de olvidar.”
»To haunt, el verbo: “Perseguir o aparecer con frecuencia, especialmente fantasmas.” Pero… la palabrita se usa para mucho más. ¡Veamos! “Lugar visitado con frecuencia, nidal, guarida, querencia…” El subrayado es mío, por supuesto.
»Y una más. Ésta, como la última, es una definición de haunt como sustantivo, y la que más me asusta: “Sitio donde comen los animales.”»
El conjuro, entonces, es la historia de una casa frecuentada por fantasmas, donde estos se alimentan del cuerpo de otros. Así lo descubren los protagonistas de la historia, un par de cazafantasmas, Lorraine (Vera Farmiga) y Ed Warren (Patrick Wilson), en el proceso de ayudar a una familia, los Perron, propietaria de la vivienda en cuestión; todo ello (he ahí las ansias de verosimilitud), inspirado en un caso real. ¿En qué medida se logra con éxito representar el problema del fantasma? A medias, sería la respuesta.
En algunas escenas (la muñeca repulsiva que cambia de sitio y atormenta a sus dueños, la sábana que delata la presencia de un espectro), Wan acierta. O bien, modula la sorpresa con efectividad, como en el juego de los aplausos.
Pero otras veces, como en el caso de la percepción extrasensorial de Lorraine, El conjuro es de una enorme vulgaridad, sin perjuicio de su enorme éxito. Estamos, por lo tanto, a una película desigual que, en su última escena, recurre a lo más cuestionable de una tradición acrítica que tiene El exorcista como modelo. Para mal, desde luego. Lo mejor: la actuación de Lili Taylor como la atribulada madre de familia. 


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